Vengo a denunciar el robo de la dulzura
Esta primavera perezosa ha ido desgranando sus corolarios hasta casi el mes de junio y nos ha desordenado a todos todo un poco. A mi por ejemplo me ha retrasado el desnudo y la cosecha. Y hoy querría hablar de lo segundo.
Los meses de mayo siempre han sido semanas de recolección y, casi cada día, podíamos ir disfrutando de los nísperos que maduraban en el árbol. El quinto mes siempre le ponía los pendientes a los frutales que brillaban dorados entre las ramas hasta combarlas.
Pero este mayo llegó con desgana climática y hacía fresco. Hacía frío para la fecha y eso volvió tímidos a los albaricoques y los nísperos que seguían escondidos bajo las hojas cuando ya tocaba lucir jugosos.
El calendario venía con trampa y las mañanas de termómetro incómodo no se despedían. Se nos estaba retrasando el jolgorio; y no lo digo por mi (que adoro el calor inclemente), lo digo por los ladrones.
Cada mañana me desperezo y estiro mirando el níspero que vive en casa y crece desmelenado hasta asomarse a la calle. Cada mañana de mayo, cuando el sol ya se despierta al mismo tiempo que yo, dedico los minutos previos a arrancar a correr a mirar el árbol y ponderar cuál es el racimo de frutos que ya está en su plenitud y se va a venir a la cocina.
El árbol cambia cada día durante la primavera y arranca verde para acabar dorado como una hoguera. Los frutos van engordando y poniéndose morenos casi a la vista. Esto, que cada año pasa al arrancar mayo, se ha retrasado hasta la despedida del mes.
Así que en casa apenas hemos empezado la cosecha. Pero alguien se nos ha adelantado y, cuándo todavía era pronto, empezó a robar ramas enteras de las que nacen en casa pero saludan por la acera. Efectivamente. Tengo un vecino ladrón que, espoleado por el ansía, lleva días robándome.
Lo sé porque se lleva ramos enteros y lo que podría hacerme cierta gracia está empezando a molestarme. Puedo entender que, al paso por la calle en una hermosa mañana de primavera, veas un níspero fabuloso y decidas, goloso y atrevido, robarlo.
Puedo entender incluso que te lleves dos. O que, cada día durante el paseo, sea yo el que te de de merendar y cojas el mejor fruto al que alcances desde la acera de las ramas que asoman sobre la calle.
Pero no puedo entender la codicia glotona de robar racimos enteros. De robar además varios. Y de robarlos con impaciencia idiota. Los que se ha llevado este vecino ladrón no están maduros para comerlos y se va a empachar de nísperos todavía ácidos. Su falta de modales es, por tanto, ajena a toda dulzura.
No hay nada que yo pueda hacer para evitar este saqueo a no ser que pille al infractor en el momento flagrante del robo. Podría mover alguna cámara de vigilancia para identificar al ratero, pero no serviría de nada. Los frutos viven en la frontera de mi casa y un brazo es muy largo cuando lo estira un maleante.
Así que prefiero casi quedarme con la duda y maldecir al maleante. No por disfrutar de mi cosecha, se la regalo. Lo que me pone a resoplar es su codicia improcedente, su falta de modales. Lo que me pone a resoplar es la mala educación.
Tener paciencia para saborear
Aquí necesitamos por tanto nuestro propio corolario sobre las virtudes de la paciencia y la generosidad. Nos lo trae, como todo lo bueno, César. Y es bonito.
A Lakasa el otro día llegamos casi a la misma vez a la que llegan los bonitos a las lonjas. La temporada de este pariente del atún arranca justo ahora y César este mayo sirve el bonito en una versión muy personal del marmitako.
Y el plato me encantó. Me encantó porque además me dio tiempo: el pez viajó de la costa a la cocina de Lakasa, César y su equipo pensaron con paciencia una receta (que en el fondo es un punto de vista y una apuesta) y lo compartieron en su perfil. Yo la vi, pensé en que sería tu plato favorito de un menú y sonreí: ese sábado teníamos mesa.
No sabía nada más de lo que iba a pedir, pero sabía que comeríamos ese bocado y fue lo primero que le dijimos a Marina. Nos encantó, nos reímos muchísimo el sábado y todo sucedió a su tiempo, con dulzura.