Si lo quieres, te lo regalo
Está Madrid preciosa como casi nunca. La ciudad, por la que el otoño siempre había pasado de puntillas, ha aprendido este año a vivir durante semanas en las zonas de valle del termómetro. Hemos descubierto el entretiempo y ha sido como disfrutar de un abrazo que dura y dura.
Madrid está dorada y la luz es amable. Puedes disfrutar del paso cadencioso del tiempo viendo cómo el sol se escapa hacia el cielo por las tardes escalando las últimas plantas de los edificios de Chamberí que refulgen como antorchas.
La ciudad tiene más colores que nunca, la ciudad tiene matices. Madrid suele ser binaria en su temperatura y sus tintes y en cambio ahora hay mil tonos ocres peinando los parques y las aceras. Madrid invita este otoño más que nunca al paseo y el descubrimiento de todo lo que entiendes por verde, por ejemplo. No hay más que levantar la vista en cualquier sendero del Retiro.
La capital suele ser desabrida pero esta temporada, desde que se nos fue el verano ha sido cariñosa y nos ha permitido deambular contentos sin tener que buscar refugio ni padecer inclemencias notables. Madrid ha desplegado su encanto sin alboroto y nos ha acogido semana tras semana desde que olvidamos el calor.
Esto no es París, no es Londres, aquí no te apabulla la belleza. Madrid es áspera y sólo es hermosa si buscas o si tropiezas, pero no te enmudece con alardes de primor. Y mira, si te gusta, te la regalo. O al menos te la presto hasta que se le pase esta urgencia que ya nos ha atrapado.
No hay sorpresa ¿eh? Esto que nos empieza a pasar desde hace unos días es la invasión ritual de los que vienen a conocer lo que yo disfruto a diario o al menos su simulacro.
Desde ahora a mediados de enero lo mejor que podemos hacer los de aquí es desviar la mirada de lo grotesco y navegar el griterío que nos toma al asalto. Si me apuras, cada año es más fácil gestionar el desembarco de los bárbaros.
Pero la cosa no va a mejorar, es así a mayores hace años: todos aquellos que se quejan de nosotros cuando aprieta el calor están ahora por aquí brincando entre musicales y bocadillos de calamares. Bienvenidos sean todos, yo me voy a ir unos días para hacer hueco a los entusiastas de la guirnalda.
Lo que te decía hace un minuto, este desembarco es, cada año, más fácil de gestionar porque habitan todos los visitantes en un decorado que los locales esquivamos desde hace años. Vienen a Madrid, pero quizá no al nuestro. Y está bien así.
A mí no me duele renunciar a Preciados, a la Gran Vía o a Sol, me comentan que hay gente que lleva ahí atrapada desde hace días y quizá, con algo de suerte, podrán llegar a sus provincias pasado el puente de la Constitución.
Todos los vecinos sabemos que el único sitio en el que no hay madrileños ahora mismo es en lo que el resto del país piensa que es Madrid. Y quizá es lo mejor, así no molestamos. Una sensación feliz sí me queda: lo que compartimos es la luz. No se la pierdan, miren al cielo.
Crecer, hacerse grande
A Mario Payán hay que celebrarle los éxitos que cosecha hace muchos años y ahora, con su reciente re inauguración, hay que celebrarle el atrevimiento y el salto. Cuando todas las barras japonesas del mundo menguan y se hacen minúsculas, íntimas y casi clandestinas, el tipo que abrió Kappo se ha mudado para que su barra sea generosa, grande, social, y festiva.
A cuchillo afilado y contra corriente Mario Payán se ha ido a un lugar enorme, más luminoso e igual de perfectamente ejecutado y sabroso. Kappo sigue siendo Kappo en su nuevo espacio, pero ahora es más amplio. Al revés de lo que intentan todos, Kappo ha decidido crecer.
Y le ha sentado bien: el ritmo es ágil, sin demoras ni ensimismamientos, los nigiris siguen siendo impecables y, como ha hecho siempre, se guarda alguna sorpresa, algún bocado sobresaliente que nos recuerda que muchos son los que lo intentan, pero Mario lo consigue.