Madrid tenía calles que ahora son pasillos
A todos nosotros nos pasan cosas que pasan y otras que duran para siempre. Hay en la vida cicatrices que se desgastan hasta borrarse, heridas que no dejan rastro y en cambio otras que nos acompañan con todas las consecuencias de algo que dolió y quizá nos duela siempre como una lesión permanente, una discapacidad interminable.
A las ciudades les sucede lo mismo que a nosotros, que algunas cosas que les han pasado les van a durar tanto como un accidente terrible, o un ultraje consciente. Otras nos pasarán a todos, pero hay decisiones que vamos a pagar durante décadas.
Madrid está despeinada, bellísima y urgente. Madrid va a toda hostia desde hace unos años y nos vamos a hacer daño en alguna curva. No quiero ser yo aquí el refunfuñón de la fiesta, pero sí es tiempo ya de poner un poco de foco en la parte de la fiesta que apesta y está cicatrizando mal.
No hablo del incremento salvaje de los precios, el ocio fungible, de la hostelería festivalera pero perezosa o de esos fines de semana en los que mi ciudad se ha convertido en la playa a la que vienen a vararse desde todos los confines del mapa.
A mi lo que me preocupa pasa en los barrios, ahí se está produciendo un cambio irrevocable que nos va a robar la identidad, que por ahora ya nos ha robado el jaleo en la calle. ¿Te has fijado en la cantidad de tiendas, bares, colmados o almacenes que son ahora viviendas?
¿Has visto también cómo en tu barrio han ido cayendo casi todos los locales que ocupaban los bajos para mutar en casas sin apenas ventanas que están cosidas al borde de las aceras y en las que apenas puede vivir la luz natural?
Madrid está perdiendo la identidad de sus barrios con este cambio de uso de los locales porque sin espacios comunes de relación, todo se convierte en una zona de paso. Ya no hay jaleo, ya no hay charla, si no hay dónde encontrarse por la calle.
Otras de las cosas que nos suceden en Madrid pasarán con la moda o el tiempo y volveremos a lo nuestro. Pero estas viviendas, precarias en su mayoría, me temo que se quedarán ahí, asomadas al asfalto y con sus ventanucos opacos. En el fondo son una de las partes más visibles del tremendo infierno inmobiliario en el que vivimos ahora. Son la costura que se ha roto ya, la cicatriz fea.
Casi cada semana desaparece un negocio y empieza la reforma (casi siempre barata, chapucera) que se llevará un tramo de la calle para siempre. Yo intento recordar los negocios que ya no están. Lo que fue una ferretería, donde hubo una tienda de telas. Todo eso ahora son puertas cerradas. Ahí lo que hubo fueron conversaciones, cruces de vecinos, espacios que hacían barrio.
Una ciudad no son las casas, son el comercio y el jaleo en la calle. Un barrio son las puertas abiertas, no las puertas cerradas. Madrid va a pasar una temporada todavía viviendo con el pie clavado en el acelerador. Quizá para cuando frene habrá mil calles más en las que no se oye nada, porque todo es ya un pasillo y no una acera.
El amor en las manos
El sábado fue quizá la primera noche de primavera del año. Yo, que apenas piso la calle cuando no hay ya sol, estaba de paseo contigo y con mi madre por Chamberí y me pareció bien hasta el barullo. El barrio se presentaba amable e íbamos, felices, camino de casa. Veníamos de cenar en familia.
Todo raro, ya ves. ¿Qué hago yo fuera de mi casa a esas horas y, sobre todo, qué hago yo cenando que nunca ceno? Pues esta vez es fácil: lo que hacíamos era compartir la mesa con cariño. Nos convocaba May, que tiene el amor en las manos.
No tengo yo mucho interés por las tendencias, pero este fenómeno de colaboración que se da en la restauración me gusta: alguien pone el local, otro pone la cocina y alguno vendrá con la música. Los popups, las colaboraciones temporales tiene una vertiente efímera que me gusta.
May convirtió el Proper Sounds en su casa. Todos los que fuimos a cenar nos sentamos, de alguna forma, en la mesa de su cocina y compartimos un momento delicioso con acento tagalo. A algunos cocineros se les nota la pureza, la técnica o las obsesiones. A May lo que se le nota son el amor y el respeto a la familia en la que vive.
Comimos bocadillos de longaniza que trajo de la memoria de sus raíces y volvimos a disfrutar de las albóndigas que vivían en nuestros propios recuerdos de aquel local de bolas que May tenía detrás de Callao.
Yo hice la cuenta rápido: hace 10 años que May tiene ese don casi invisible de cocinar con el amor en las manos. Durante un buen rato, en este Madrid que va acelerando sin saludar, estuvimos todos sentados a la misma mesa y fuimos familia porque acudimos al olor de la cocina de May.