Lo que somos suena
Durante la primavera de 2007, Carlos Llamas volvió brevemente a la antena de La SER. Ya había tenido que dejar los micrófonos durante unos meses por culpa del cáncer y apenas se quedó el tiempo suficiente para que los oyentes pudiésemos despedirnos de él.
Llamas tenía una voz que nacía rascando en el fondo de la garganta y que era, a la vez, firme y cálida. Era a veces como el velcro y a veces como un santo. En el breve tiempo que volvió al micro tenía un silbido distinto en los labios.
No es que sonase cansado o enfermo, volvió con un silbido que vivía escondido en un nido negro entre su paladar y los labios. Era Carlos Llamas, era la voz de Carlos Llamas, pero había algo que rompía el aire de siempre. En aquella época yo todavía fumaba y era de los que pensaba que el tabaco templaba la voz mejor para el micro. Hay que ser gilipollas.
La identidad es una cosa bien resbaladiza. Yo, que soy distinto del que era en 2020, sigo siendo el mismo y en cambio quien me conozca de aquella época (o incluso de aquella era remota en la que hablaba por la radio) no me reconocería hoy si se cruzase conmigo por la calle. Soy yo, pero soy distinto.
La identidad, que yo imaginaba que vivía en mis manos o en los ojos, resulta que ha estado siempre en mi voz. Paseábamos por el Retiro en una tarde de feria cuando vimos a Jose Antonio Marcos. Marcos fue el editor de Hora14 que, por primera vez en mi vida, dijo mi nombre en la Cadena SER (mal, por cierto) cuando viví un verano de becario en Gran Vía. Luego tuve la suerte de pasar muchos años trabajando muy cerca de él.
Es quizá el tipo con más olfato para las noticias y más oficio para hacer un informativo que yo he conocido. Marcos veía la actualidad y sabía explicarla. No supe si saludarle al cruzármelo, sí pensé que no me iba a reconocer, por eso de la identidad y el aspecto. Le dije “Buenas tardes señor Marcos, soy Ícaro” como si volviese a ser un becario rechoncho y melenudo.
Marcos me miró, sonrío y dijo “jamás te hubiera reconocido por el aspecto, te he reconocido por la voz”. Por la voz. Marcos, el señor que alargaba el “sooooon las dos” en la radio, me había reconocido en el gentío del Retiro por la voz. Creo que me falló el pulso un instante.
Yo estos años he pensado mucho en lo que define lo que somos. Lo que de identitario tiene el aspecto, el gesto o la mirada. Miro mis manos y son mis manos pero son diferentes como es diferente mi nariz y lo es quizá también mi gesto al mirar. Lo que no ha cambiado, lo que me mantiene reconocible estación tras estación, está escondido entre el paladar y la lengua. Lo que somos, suena.
En Lakasa como nunca
Cuando parecía que habíamos acabado de comer y todo iba camino de la tabla de quesos, apareció un Wellington. El de Lakasa, el que sólo hacen un día por semana y siempre está en su punto perfecto de técnica y textura. Ese Wellington y las delicias de Idiazabal fueron lo único de siempre, todo lo demás fue nuevo y todo en cambio era Lakasa.
Llevamos viniendo a Lakasa desde hace muchos Wellington y siempre ha sido Lakasa. César tiene una forma de mirar el calendario y la técnica que se traduce en una identidad concreta. La cocina de Lakasa traduce el mercado al comedor en un idioma propio que se adapta a lo que traiga la cosecha, la lonja o el matadero.
Lo que hablábamos antes de la identidad y su forma César se lo sabe de memoria. En cualquier estación y a cualquier temperatura, Lakasa es siempre ella misma. En breve llegarán de Francia los mejillones y volveremos a esta mesa a por más recuerdos impecables.