En el salón tengo un cuenco enorme en el que voy tirando (enrolladas) todas las vendas de boxeo que he ido usando a lo largo de los últimos años. Hay muchos pares, casi todos negros y con el velcro ya desdentado. Siempre traigo de NYC unas nuevas que compro en una tienda de boxeadores por mi barrio, pero no lo he hecho este viaje.
En el sótano tengo además un par de guantes inmaculados que debería de estrenar este mes, los que llevo ahora a la sala están exhaustos como el colchón de un hotel de carretera. Los últimos guantes viejos que yo he ido retirando de la circulación los aprovecha mi entrenador para los chavales de una escuela de boxeo.
Así, a ojo, calculo que llevo yendo a entrenar boxeo casi una década. Durante muchos años fui un peso pesado en la horquilla alta de la báscula con mis 100 rotundísimos kilos y ahora me subo al ring algunas categorías por debajo, entre un superligero y un welter.
Y no se me da bien. Voy cada día a la sala, me vendo las manos, salto a la comba, me ciño los guantes, me unto la cara con vaselina para evitar marcas, repaso las esquivas y los golpes y unos asaltos después me quito el casco siempre con la misma certeza: boxear no se me da bien.
Entreno con método, tengo pegada y soy rápido, me sé los movimientos y las combinaciones y daría el pego a ojos de casi cualquier mirón desinformado. Pero yo sé que no se me da bien. En el ring soy un tipo obtuso que resuelve el paso de los minutos desde el alarde de mi resistencia física pero nunca desde la técnica, los recursos o la violencia adiestrada.
Y siempre que me quito el casco mascullo mi frustración con el bucal todavía puesto, repaso mis errores, intento recordar mis malas decisiones y calculo la hora a la que volveré mañana. Porque no se me da bien, pero no voy a dejarlo.
Porque he decidido perseverar hasta que mejore. Llevo casi 10 años y dos cuerpos completamente distintos para este deporte y algún día aprenderé a boxear. No va a ser pronto, pero mañana voy a volver a intentarlo.
De las cosas que hago de forma rutinaria, boxear es la que peor se me da. De largo. La repetición, la insistencia, la paciencia y la instrucción casi marcial me han ido puliendo en otro montón disciplinas, pero encima del ring sigo siendo el mismo zoquete.
Antes fui un zoquete que avanzaba entre las cuerdas como un hipopótamo amenazante y ahora soy una especie de liebre desordenada y veloz. Pero no se me da bien. Se me da igual de mal. Asalto tras asalto desde que no tenía pelo en la cabeza, vaya.
¿Y sabes lo que voy a hacer? Volver mañana sin dudarlo. No es cuestión de fe, es respeto y compromiso: boxear me pule el ego, me lo embrida en corto. Me subo al ring a repasar cada vez una lección distinta de la humildad.
Boxeo precisamente porque no se me da bien. Insisto a diario por lo mismo. Persevero porque la enseñanza está en el ritmo lentísimo del aprendizaje. Es mi escuela particular de la paciencia y la humildad. Entreno como una pantera y peleo como un pingüino. Y así, cada semana, me subo al ring a coger la lupa a ver si detecto alguna mejoría. Casi nunca la hay. No pasa nada, ya la habrá.
En la carta pone pancakes, son tortitas de las buenas
9.8km: la carrera hasta Watts se me queda un poco corta, así que tendré que alargar el recorrido para llegar hasta la cantina de Fran y Dani. Cuando conocimos Watts apenas era un despacho de café y marquesas en una calle soleada de La Latina y ahora es un salón luminoso que huele rico a café y desayunos.
Ya sabes que yo siempre ando buscando un desayuno fabuloso y en Watts tienen todos los argumentos para triunfar: tortitas mullidas como almohadas con bacon o mantequilla, burritos de desayuno y café fragante.
Tienen además un tocadiscos que suena al ritmo de las conversaciones que se puede tener un domingo por la mañana. Watts llega a Madrid por la mañana, pero se va a extender hasta la noche. Yo creo que vendré sobre todo cuando el sol acaricie los bancos del comedor.
Si pasas por aquí en fin de semana hay además una bola extra, una sorpresa que tienes que pedir sí o sí: un cachito que sirven tibio y que el más pequeñajo de mi mesa se comió con dedicación y foco. En la familia somos así: nos tomamos el desayuno muy en serio.
Me siento muy muy identificado contigo. Llevo con el cinturón marrón de karate a vueltas desde hace más de 10 años. Y no sabes las ganas que tengo de examinarme para el 1er Dan. Pero como es buena costumbre, te tienen que avalar para realizar el examen y para eso lo tengo que hacer bien. Pero soy viejo, patoso, lento...aún así sigo practicando. :)