Había que llegar hasta aquí
La oscuridad vuelve monótono el mundo. Cuando sólo hay una única sombra que todo lo cubre apenas si se aprecian las novedades, los cambios; ni por asomo se vislumbran los matices. La oscuridad nos obliga al foco único de la repetición, de la cadencia inalterable, de las mañanas iguales.
Y de repente un día la escena es diferente, hay algo primero pequeño que resuena distinto que va creciendo. Ese cambio minúsculo fue un punto nuevo de luz que brotó en los almendros. Estoy seguro de que llegué tarde a verlo, a esas horas de la madrugada oscura apenas si muevo la vista del final de cada calle.
Pero el sábado, cuando se rompía el alba, al girar la curva grande de la Dehesa, en la oscuridad habían arrancado a florecer los almendros. No supe si fue esa madrugada o la anterior, yo lo descubrí en ese momento gracias a la muerte silenciosa y lenta del invierno. Cada mañana amanece un minuto antes y fue ese día cuando por primera vez me cazó el sol en la calle.
Bastó que yo durmiese un poco más para que un rayo de luz recién nacido reverberase contra las flores que habían madrugado en los almendros menos dormilones de Madrid. Tengo por costumbre no parar ni aminorar el paso cuando corro y no lo hice, así que no tengo foto de ese instante, sólo el recuerdo. Y sobre ese recuerdo voy dejando cada mañana una diapositiva nueva de cómo crecen los ramos blancos en los brazos de los árboles.
Fue casi a la vez cuando en casa vimos los primeros botones verdes en el albaricoque y ya eran tantos los indicios que me fui a mirar el calendario: está a punto de desembarcar la primavera. Había que llegar hasta aquí, hubo madrugadas en las que pareció que el túnel crecía cada día. Pero no, hemos llegado y nos reciben las flores.
Si alguna vez has intentando buscarle una recompensa a la disciplina te habrás dado cuenta de que no hay ninguna en la mirada corta. Bueno, pues quizá esta semana la disciplina si tiene un regalo para ti que puedes recoger en el termómetro, en la luz que se despereza un poco antes, en los árboles que se han puesto sus primeros pendientes de flores y en esa sensación de que la disciplina al final cuida de ti. Te ha traído hasta la orilla feliz del calendario.
No tengo muy claro qué es un bar; pero me gustan
Pasa en Madrid, pasa en todas las ciudades en las que pasa algo: salir un sábado a comer sin reserva es frustrante. Pero en Madrid hay siempre un bar en el que almorzar de lujo. A veces casi apetece no tener plan para desembarcar en una barra. Hoy comemos en Emblemático, el bar que se escribe con H porque está detrás el equipo de Hevia, una de esas casas legendarias de la capital.
Y pide dos huevos fritos, porque hay pocos platos que nos den la alegría que nos dan dos huevos fritos con patatas. Moja pan y mira el resto de la carta: todo es reconocible y todo está bien hecho. Yo me voy a acordar del bocata de calamares, de los tigres y las albóndigas.
Quizá nos gustan los bares por eso, porque son el refugio de la cocina confortable, de los platos que nos sabemos de memoria. De esos bocados que aprendimos a disfrutar cuando no sabíamos atarnos los cordones. En Hevia saben mucho de eso: de cuidar la tradición y lo que se come compartiendo en familia.