Los algoritmos de recomendación de las plataformas de contenido le tienen bien pillada la medida a mi tiempo de mierda y me ceban con reseñas mediocres de restaurantes y legiones de personas que hablan a cámara con ropa de deporte de sus supuestas gestas o rutinas atléticas.
A lo largo del curso he detectado un patrón adicional: el día posterior a una gran carrera en algún punto del planeta la pantalla de mi móvil se llena de contenidos idénticos de gente que se esfuerza en demostrar lo que se ha esforzado en su trote y que apenas tiene más audiencia que un tuit mal viralizado.
Esta tendencia coge el camino de la cuesta abajo: lo que me sale en la pantalla no es similar a lo que me gusta, es cada vez peor y me ha llevado a pensar en la esclavitud del contenido y sus obreros digitales.
¿Cuánta gente se graba comiendo? ¿Cuánta gente sólo sale a correr si lo hace con la cámara en la mano? ¿En qué momento alguien decide que su cadencia masticando o al trote le interesa a la humanidad lo suficiente como para editar minutos y minutos de vídeo?
Sé que la culpa es mía por quedarme con el móvil en la mano, también sé lo que me gusta y tengo claro que todo eso es la fotocopia de la fotocopia: cada vez menos nítido y más deformado.
Esta forma de llenar el tiempo lo convierte por tanto en tiempo de mierda porque hoy los sistemas de recomendación son básicamente como las máquinas con las que sacábamos fotocopias hace 30 años: Se parece al original, pero es peor. Cada vez peor.
Se lo escuché a José Luis Sastre en su podcast: no todo lo que hacemos puede ser contenido y pienso a menudo en esa frase cuando pierdo el tiempo en la pantalla con gente que ha convertido su agenda en un tiktok.
También lo pienso cuando corro y cuando como, lo pienso cuando no estoy cómodo del todo compartiendo o publicando porque no me reconozco del todo en el eco cuando vuelve. Creo que soy más yo o mejor yo cuando lo que hago no tiene reflejo. Lo que espero es no ser el tiempo de mierda de nadie.
Me gustó desde el nombre
Este local que no es cafetería, ni bar ni restaurante me lo descubrió Borja y me gustó desde que leí el nombre: se llama Cicatriz y está en Juárez, en Ciudad de México, en el barrio que nos gusta. Fuimos a desayunar un día amable de enero y nos sentamos en una mesa medio dentro y medio fuera.
Me encantan esos espacios donde se conjugan los ruidos y las temperaturas de la calle al interior y pasamos allí una mañana feliz con un café excelente y un sandwich de queso.
En este invierno que no acaba de acabar nunca en Madrid me acordé de la brisa en Cicatriz, de la plazoleta en la que se sienta su terraza y de lo que echo de menos el calor del sol.