Hay una edad para todo, pero quizá hay una edad que ha desparecido, que no tiene más foco encima que el de los hijos. Hay una edad que sólo se define por la función reproductora. ¿Qué raro, no? Yo tampoco lo entiendo. Es mi edad.
Vivimos en una especie de juventud eterna que sólo caduca cuando nos convertimos en viejos. ¿Y qué ha sido de la edad adulta? La plenitud de nuestra existencia vive escondida en las sucesivas prórrogas de la juventud sin ningún sentido. Y así asistimos a la extravagancia, cuando no el bochorno, de tener que escuchar que uno es joven hasta los 40, casi los 45.
¿Pero qué estupidez es esa? Yo no quiero ser joven, yo estoy cómodo siendo adulto y no necesito tener herederos para darle sustancia a mi momento vital. Vivo en la época de los caballos domados, de la manada entrenada.
Aquí está el podcast de la semana
El idioma, siempre cabrón, nos ha llevado a decir que la juventud se “pierde”. A ver, para; no. La juventud no se pierde, la juventud se deja atrás. Exactamente lo mismo que se hace con los capullos. Son una fase, el vuelo empieza luego.
Pero ese anhelo de no perder la juventud nos lleva a construcciones culturales rarísimas. Todo el mundo es joven excepto si está acompañado de los aperos de la maternidad o la paternidad. Y luego todo el mundo es viejo. Pero nadie es adulto por quien es. Como si diese rabia lo que debería ser la gloria.
A mi me gustan estas décadas entre el adanismo y el balance. Esta época larga de cosecha en la que uno elige la vida que lleva y no se pasa los días descubriendo o en despedidas. A mi me gustan los años de aprender sobre lo que se conoce y no de brincar entre las epifanías como los zagales.
Me gusta ser un señor mayor, me gusta tener pasado y no tener urgencias. Me gusta saber que queda mucho futuro sin tener todavía prisa. No entiendo la mala prensa de todos los años que pasamos construyendo la mejor versión que jamás habrá de nosotros mismos.
El café como nos gusta
Desde hace algo más de una década yo viajo poniendo antes chinchetas en un mapa. Casi siempre son cafeterías en las que sé que todo va a resultar a la vez impecable y doméstico. Antes de despegar hacia Las Palmas de Gran Canaria ya sabía dónde me iba a tomar un café bueno. Y así fue.
Entré en Caracolillo Coffee con la confianza que da compartir una forma de beber café y me quedé un momento distraído pensando en esa cosa particular que nos da el café bueno: nos hace coincidir en una forma de pasar un buen rato en cualquier punto del planeta.
Lo mejor que me bebí en Caracolillo fue un batch y se mantuvo impecable de sabor lo que dura esa fase del día en el que tampoco importa dónde estás, importa el tiempo que tarda en perder temperatura el café, cómo evoluciona su sabor y lo bien que estamos juntos en Las Palmas o donde sea sin hacer nada más que notar como el reloj se mueve con nosotros.
No lo sé, será quizá que lo que más valoro desde que no soy joven es que sé perfectamente qué hago con mi tiempo.
Qué grande eres (perdón, adulto). Genial artículo.
Completamente de acuerdo, feliz a mis 50 de no ser joven sino ... Ser adulta, gracias por haberlo expresado tan bien