El último hombre al que vi vestir capa (quizá también el primero) fue a mi abuelo. Era un hombre grande y coqueto, que se afeitaba con brocha de pelo y cuchilla de metal. Peinaba, casi hacia arriba, dos poderosas patillas. En invierno, algunos días, salía de casa con una capa elegante y negra que se ceñía con dos botones plateados. Siempre paseaba, al compás, con mi abuela del brazo por Madrid. Yo tengo esa imagen grabada: los dos caminando juntos.
Mi abuelo era, sobre todo, un hombre bueno. Era un hombre justo y educado, un hombre bueno. Yo le recuerdo siendo siempre amable y siendo amable con todos. Estrechaba la mano con firmeza, preguntaba con interés, escuchaba sin prisas y nunca escatimaba un saludo. Daba las gracias mirando a los ojos. Cuando murió yo heredé su capa y la tengo en casa guardada. No he encontrado el momento de ponérmela, pero sí me siento su custodio.
Pepe (así se llamaba, nunca “abuelo”, ya te digo que era muy coqueto) tenía un taller mecánico cerca de El Retiro, tomaba café en Marianao y el aperitivo en La Montería. Cuando paseo por esas calles tengo siempre la sensación de ir siguiendo su zancada. No tengo ni idea de si le gustaban las nueces.
Pero sí pienso a menudo en la cantidad de gente con la que nos cruzamos y en la que no reparamos, con la que no hacemos ni el más mínimo esfuerzo de mirarles. El otro día le dimos las buenas tardes a un señor que nos vendió unas nueces en la Calle Alcalá y le deseamos feliz fin de semana. Pegó un respingo para luego dar, de forma sonora y sonriente, las gracias. Yo creo que lo que pasó es que se sintió mirado. Y me dio muchísima pena.
La barra está tan baja, el nivel es tan pobre, los mínimos son tan famélicos, que comportarte con un mínimo de decencia te convierte en una persona extraordinaria. Sólo con cumplir con la rutina insignificante de mi abuelo ya subes el rasero palmo y medio.
Aquí hemos llegado por el caminito de la flojera y el ensimismamiento. Me da una pena terrible, pero también albergo la esperanza de que, de nuevo poco a poco, todos volvamos a mirar a los ojos a quien nos atiende, a tener un minuto para atender a quien nos habla y hacer sentir a los que tenemos cerca que les miramos, que no tenemos el foco perdido en la nada.
No sé si la tendencia global de la nostalgia, que nos ha hecho ya volver a los pantalones anchos y los auriculares con cable, durará lo suficiente como para que se ponga de moda de nuevo vestir con capa. Yo tengo la de mi abuelo guardada en casa y, por ahora, lo que sí intento es ser un hombre bueno como lo fue él.
Un sábado más en la barra
Muy cerca del taller de Pepe, en la Calle Narvaez, está Rafa, la marisquería que tiene un restaurante al fondo, pero que disfrutamos casi casi siempre desde la barra. Rafa es siempre impecable. No falla en nada y todo sabe como debe y como siempre.
Y en Rafa, a veces, el mercado trae sorpresas que hacen lo de siempre un poco mejor. Como pasó este sábado en el que íbamos a comer bien y a lo de siempre le sumamos unas angulas. Porque enero es un mes que siempre amenaza con ser hostil y hay que buscarle los momentos brillantes con deleite.
Seguro que hay mil formas de plantarle cara al año que arranca con sus semanas peores, pero a mi lo único que se me ocurrió el sábado fue compartir unas burbujas francesas y unas angulas gallegas que le dieron a un sábado corriente ese poquito más que nos hace sonreír.