El mejor sitio para esconder un cadáver
¿Existen las cosas cuando nadie las mira? ¿Cuál es el propósito de nada ni nadie si no es para alguien? ¿Hay mundo sin la mirada del otro? En estas voy pensando yo cuando llega esta semana de agosto que es, realmente, la bisagra entre las dos partes del año.
Yo corro por la calzada, con la zapatilla derecha afilando el borde de la acera por si hay que subir de un salto al paso de un conductor demasiado cariñoso. Pero esta semana no, esta semana cada día me meto un palmo más en la asfalto y para hoy (el jueves) ya avanzo por el centro de la calzada. Total, no hay nadie para atropellarme.
Y así, día a día según me voy centrando por las avenidas más cerca de las marcas viales que de los bordillos pienso en si existe Madrid durante el codo de agosto. Si existimos en lo que dura esta articulación sofocante en el calendario. Si somos cuando nadie nos mira. Si le importa a nadie qué es Madrid cuando nadie es Madrid.
Aquí está el podcast de esta semana
Llevo tantas mañanas seguidas sin cruzarme con nadie mientras pienso y escribo que mi Strava es un jolgorio y me estoy convirtiendo en la leyenda de un montón de recorridos y tramos de la ciudad no porque sea el atleta más rápido, es que soy el único que los surca desde hace días, quizá semanas. El camino hacia la gloria deportiva no era por tanto la mejora propia, era el exterminio de los rivales.
Pero perdona, que me despisto y nos estamos desviando del título de esta carta: Madrid es hoy el mejor sitio del mundo para esconder un cadáver. En Madrid no hay nadie porque estáis todos fuera y los que estamos realmente estamos volviendo todavía, como en tránsito. Ni tan siquiera nosotros estamos del todo.
Tú podrías hoy (no estoy dando ideas) dejar un cadáver en Cuatro Caminos y podría pasar ahí un tiempo antes de que nadie reparase en su descomposición. Se lo comerían antes los artrópodos necrófagos de que se dieran cuenta los vecinos de su ausencia o los paseantes de su presencia cadavérica.
Madrid está, por tanto, preciosa. Porque no hay nadie realmente prestando atención y la ciudad es un desierto desapercibido, leve. Ahora, mientras te escribo, ha sonado dos veces una alarma en la calle sin que nadie haya reparado en el ruido.
Yo he seguido tecleando sin arquear una ceja y tú sigues ahí leyendo ajena a la urgencia del rebato. No será nada grave, qué más da, no hay nadie mirando y si fuese un cadáver, ya se harán cargo los insectos antes de que nadie se detenga a mirar mientras camina.
Alargar la playa, pedir arroz
Tú puedes volver de la playa, pero negarte a salir de la playa. Yo lo hago comiendo arroz. A mí me das un arroz seco bueno y es como si se me llenasen los dedos de los pies de arena. Quizá por eso el otro día nos fuimos a por uno de esos de un grano de espesor con chipirones y sabor marinero.
Si no te tomas este arroz en un paseo marítimo lo mejor que puedes hacer es tomártelo en un lugar que no exista. Y si hay un lugar que especialmente no existe, eso es Valdebebas. Hasta ahí, al Restaurante Balear nos fuimos a alargar el cuerpo de playa con un arroz notable, ensaladilla y agüita con gas.
No hay en la capital muchos sitios decentes en los que tomar un arroz seco y este, allá en Valdebebas (ni me lo pidas, no sabría volver sin el GPS) lo cocinan con un fondo impecable (hay mucho caldo tramposo por las cocinas de la capital) y un punto preciso para tener esa mordida que te pone el corazón contento.
No había un plan mejor para este momento en el que Madrid no existe, que tomarse un arroz que sabe a verano en un barrio que es imposible que tenga sentido. Y ya que vas, pide un tigre, que lo clavan.