El efecto rebote y el compromiso
“¿Vamos a medicalizar la sociedad por un problema de sobreabundancia?”
¿Tú qué responderías? A mí, de saque, me aterra la pregunta porque no entiendo que pueda haber una respuesta afirmativa a la cuestión. Por darte contexto, eso son unas comillas del doctor Josep Vidal y lo pregunta en el marco de los nuevos fármacos para adelgazar.
Se trata de una nueva tipología de drogas que funciona maravillosamente bien para bajar porcentajes muy notables de peso y que (me ha parecido entender) son milagrosas porque vienen a piratear tu capacidad de decisión, sustituyen tu voluntad y toman el control de tu libre albedrío.
Básicamente los pacientes que pagan estos tratamientos para curar la obesidad renuncian al esfuerzo y toman estas drogas que inhiben el apetito, te mantienen en un estado de saciedad o empacho permanente y te alejan (entiendo) del placer de comer.
Desistir del trabajo y en cambio triunfar vale poco más de 100 euros al mes y creo que hasta hace unos años yo mismo los habría pagado gustoso sin dudar. En cambio hoy no. Hoy prefiero ahorrarme el dinero y tomar yo las riendas.
Pero me interesa la conversación. Me interesa sobre todo por el día después de tomar la primera decisión de cambiar. Quien paga ese dinero (y asume el pinchazo semanal) ya ha dado un paso para curarse y me interesa saber cuántos pasos más está dispuesto a dar cada uno de nosotros.
Las métricas aquí son incómodas: la mayoría (la inmensa mayoría) de los que dejan de drogarse recupera casi todo el peso que perdió y en casi todos los casos la causa es la misma: nunca construyeron hábitos deportivos saludables a la vez que se medicaban.
Así que la mayoría de los que asumieron su enfermedad no estaban dispuestos a nada más que el sacrificio financiero para recuperar la salud. Joder, qué bajona: la causa más probable del efecto rebote cuando has llegado al éxito es que no eres capaz de comprometerte contigo mismo ni un año seguido.
A priori yo no estaría cómodo ni tan siquiera pagando los cientoypico euros del milagro, porque prefiero ser dueño de lo que sale bien y también de lo que sale mal. Pero básicamente creo que lo afronto así para identificar los aprendizajes y saber reaccionar.
Lo que no tengo (o no quiero tener) es capacidad para juzgar como un fracaso lo de renunciar al esfuerzo para llegar a adelgazar. Puedo entenderlo; eso si, siempre que las drogas sean la mitad del argumento y la otra mitad la construyas también cada día en el sacrificio, con la generosidad contigo mismo en los mejores hábitos.
Mirar hacia dentro
He pasado, seguro, cientos de veces por la puerta de El Pedrusco. Pero hasta hace unos días no había cruzado las puertas de este asador y ahora estoy dando volteretas por haber sido tan mal paseante. Quizá no había llegado todavía el momento de probar lo que cocina Gonzalo con su familia, pero ahora ya es tiempo de celebrar este comedor feliz y doméstico.
A priori uno piensa que, frente a los que miran hacia delante están los que miran a su espalda. Y Gonzalo te explica en dos bocados que no es así, que él lo que hace con su horno centenario es mirar hacia dentro.
Todo lo que comimos en El Pedrusco llega al paladar desde la memoria. Aquí se cocinan platos que no necesitan ni explicación, ni diccionario ni más mapa que el que lleva a la cocina de nuestras abuelas. Y eso, que podría ser una amenaza: Gonzalo intenta que te sientas igual de cómodo que en la casa del pueblo, se convierte en un trampolín de los recuerdos.
Merluza rebozada, asados de cordero y cochinillo, espárragos, guisantes y demás verduras de temporada en una secuencia de platos de siempre que llegan a la mesa después de pasar por las manos de la madre de Gonzalo y su forma contemporánea de pensar la gastronomía.
Ha sido culpa mía tardar tanto en entrar a comer a El Pedrusco, pero ahora ya sé cómo se llega al comedor que le gustaría hoy a nuestras abuelas.