Dos sitios feísimos y un impulso
Copenhague me ha gustado más ahora. Pisé por primera vez esta ciudad cuando crucé Europa durante un verano de Interrail, uno de esos viajes que nos hicieron más y mejores europeos a los jóvenes de los 90. De aquel viaje recuerdo cruzar la ciudad en unas bicis destartaladas que ofrecía el ayuntamiento y la sensación de ser muy bajito todo el rato.
Sigo siendo muy bajito todo el rato, pero también es verdad que esta ciudad y yo hemos cambiado muchísimo a lo largo de este último cuarto de siglo. Copenhague, por ejemplo, es muchísimo más bella ahora. La evolución urbanística es asombrosa: barrios enteros se han transformado para dar cabida a una forma de vivir a la medida de los vecinos, de todos.
La ciudad es moderna, su arquitectura rima bien entre el pasado regio y la vanguardia atrevida y he sacado un montón de fotos de una belleza evidente de sus edificios más jóvenes, sus palacios, algún tobogán y parques envidiables.
Y en cambio quiero escribir sobre dos sitios feos. Feísimos. Dos sitios de los cuales no tengo foto, pero sí tengo un recuerdo. Dos recuerdos que voy a acariciar con cariño para siempre. El domingo en Copenhague diluvió. Empezó chispeando desde el amanecer y aquello acabó siendo una tormenta de verano implacable y violenta a mediodía.
Nos pilló en la zona portuaria, junto a la terminal marítima de la que salen los ferries a Oslo y cuando ya no había dónde esconderse del aguacero, encontramos refugio en el portal de una naviera. Ahí oímos rugir al cielo y vimos cómo se montaba un río frente a nuestros pies. Ahí pasamos, en uno de los sitios más feos de toda la ciudad, un buen rato de nuestras vacaciones danesas. Hay paseos bellísimos de los que no me acordaré en septiembre. De ese portal de cemento lleno de arañas y de ese rato entre la naviera y la terminal de los ferries me voy a acordar seguro; en la tormenta estábamos juntos y sonriendo.
Hemos comido fabulosamente bien en Copenhague y hemos compartido varios cafés excepcionales. Para otoño se me habrá olvidado ya alguno, pero hay un tramo de la carretera principal del barrio de Holmen del que no me voy a olvidar. Toda esa zona es preciosa, no te lo niego, pero hay un ratito de la ruta especialmente feo e irrelevante, como medio kilómetro de suelo de pavés y fábricas medio abandonadas en los márgenes de la avenida.
Era lunes, habíamos alquilado unas bicis que resultaron ser de piñón fijo y nos costó algún kilómetro dominar cómo se maneja eso de frenar a contra pedal. Para cuando surcábamos Holmen todo estaba en paz y bajo control. Ibas delante de mí, yo notaba el viento en la cara y estábamos llegando a desayunar en bicicleta cerca del mar. ¿Acaso se puede ser más feliz en un sitio así de feo? Pues claro que no.
Se me van a olvidar estampas preciosas de esta ciudad bien peinada y moderna. No me acordaré de sitios que esta semana me han parecido hermosos y en cambio hay dos rincones feísimos que me llevo tatuados; dos rincones y un momento de impulso. La memoria decide dónde resplandece y a esos dos adefesios urbanos se va a sumar un segundo de aceleración intrépida.
El martes a mediodía nos subimos juntos a unos columpios y revivimos esa sensación de la que deben de disfrutar los trapecistas. ¿Sabes cuando notas que casi vuelas en el punto más alto del vuelo del columpio? Ese momento fue. Ese instante también me lo voy a quedar para siempre.
El olor a cardamomo
Cuando atravesamos ese tramo horrible de feo del barrio de Holmen íbamos a desayunar al obrador central de Hart Bageri. Sí, ya sé que tienen varios locales mucho más accesibles por toda la ciudad, pero me parecía mejor idea ir a desayunar cerca de los hornos. Y estoy convencido de que no hay plan mejor de desayuno en Copenhague: irse a las afueras a pedir un croissant de cardamomo.
Salir del centro, regalarse el paseo hasta aquí, disfrutar de la calma entre las naves y los diques y pedir café de filtro con el hojaldre. Dime tú que no es esto un planazo para un día de verano infinito de los que amanecen mucho antes de las seis de la mañana. Llegar hasta aquí a pedales, probar el pan recién horneado y distinguir el aroma de la mantequilla y las fresas en el ambiente mientras que se desperezan los barcos que van saliendo de los canales según avanza el día.