CUATRO MIL
No había un plan, lo sé porque tampoco había un objetivo. Yo nunca tengo una meta a la vista más allá del desayuno. Yo salgo cuando amanece y vuelvo con tiempo suficiente para poder tomar el café con calma. Y esta rutina se mantiene en cada ciudad y en cada estación.
Así, sin pensarlo apenas, este año he pisado un buen puñado de calles en tres continentes y media docena de países. He quemado unos cinco o seis pares de zapatillas, casi siempre por asfalto, siempre que he podido por la calzada y esquivando bicis, coches, patinetes, motos, carromatos, tipos con sombreros enormes y abrigos largos, perros con mejor o peor humor y algún monociclo.
He sudado por encima de 30 grados y he sudado también a 10 bajo cero. He metido los pies en charcos de los que casi salgo nadando, he vuelto a casa con los pezones incandescentes, he perdido le sensibilidad en las manos, he estado a punto de perder casi también la nariz.
Sé cómo cruje el hielo cuando clavas la pisada, que la nieve quema contra la piel mojada y que cuando el calor te grita desde el alba, puede sudar tanto que se te arrugue la piel de las yemas de los dedos de las manos y los pies.
También me he perdido. Me he perdido bastante y siempre ha habido alguien que me ha ayudado a recuperar la senda de regreso. El despiste me ha hecho meterme en barrios que quizá no eran los mejores para un guiri como yo, pero siempre he salido a buen ritmo de mis peores decisiones de orientación.
La verdad es que me he saltado semáforos en más ciudades de las que parece, en alguna ocasión casi más como un torero recortando un morlaco que como un transeúnte despistado. He aprendido a medir a ojo cómo se acelera por medio mundo camino del trabajo.
Aquí está el podcast de esta semana
Y así, sin pensarlo apenas, sin tener un plan si tengo la sensación de haber cruzado un umbral. Lo pone en Strava: este año he corrido más de 4.000 kilómetros. Ya sabes lo que me gustan las cifras redondas, así que, sin ser un objetivo, sí se ha convertido en un excelente cierre a unas 350 madrugadas en el asfalto.
Pero ni tan siquiera te creas que me atrevo a celebrarlo o a sacar pecho. Mi camino no es especial ni meritorio. Lo recuerdo cada mañana. Durante todos estos meses Jakob le ha puesto bridas a mi ego. Yo cierro el año por encima de los 4.000, Jakob corre por Estocolmo como yo lo hago por Madrid y este año va a superar los 6.200.
No le conozco de nada, no sé quién es ni a qué se dedica. Pero tenerle en Strava ha atado en corto mi orgullo y mis ganas de vacilar. Siempre hay alguien que supera con creces tus mejores registros. Incluso todos los días.
Y no tengo absolutamente ninguna lección ni ningún aprendizaje que compartir contigo. No hay epifanía en el sacrificio del sueño, no hay un chimpún al esfuerzo, no hay moraleja en la superación del dolor.
No te dan un título después de invertir en esto 300 horas a lo largo de un año. Sólo hay lo que queda de ti. Sólo queda el destello en la forja, la verdad inapelable de la disciplina. Este es el regalo que casi nadie quiere. De nada.
La sopa de los niños rojos
París tiene un montón de costumbres incómodas. Siempre hace más frío del que parece, siguen pagando en metálico y no cogen reservas en casi ningún sitio. Si me apuras, parece que viven en los umbrales de la barbarie. Pero por alguna razón, o por un millón de motivos, viven en la ciudad más bella del mundo. Así que al final se lo perdonamos todo.
Les Enfants du Marché es una barra cocinera, un puesto en el mercado de Enfants Rouges en el que cocinan a conciencia, con fondo, con detalle y cariño infinito. Es un esquinazo al que ir a compartir y a aprender, en el que los camareros te cuentan cada plato como quien declama en voz alta una carta de amor.
Sólo quiero recomendarte un plato: la sopa de cebolla. Fue mi ejército contra el frío. El queso fundido, las horas que pasó la cebolla al fuego hasta ser dulce y suave como una manta y el pan empapado en caldo ardiente. Estamos un día más cerca de volver a París, ¿no es eso acaso la mejor noticia de hoy?