Durante muchísimos años yo he vivido en mi casa, pero nunca había vivida en mi calle (mucho menos en mi barrio). Entrar y salir del hogar sobre ruedas es la mejor forma de autarquía. Nada mantiene mejor bien lejos a los vecinos que una buena carrocería y una puerta sólida de garaje.
Y un día en mayo de 2020 empecé a andar por mi acera, a correr por mi calzada y a reconocer a las personas que abrían sus puertas y ventanas a la primavera. Al final me acabé tatuando la palabra “flâneur” para hacer honor al placer del paseo, al hecho simple de caminar mirando y en silencio.
No sé en qué momento descubrí que la mujer que vive al otro lado de la calle se llama Carmen. Sí sabía que vivía sola y que suele pasar las tardes de verano disfrutando del fresco sentada en una silla de tijera que coloca en el quicio entre su patio y la acera.
Aquí está el podcast de la semana
Primero la pandemia y luego Filomena hicieron más estrecha la calzada y nos acercaron. Empezamos a hablar: conversaciones minúsculas sobre la salud, el susto o el frío. Y luego, poco a poco, las conversaciones se volvieron más habituales. Ella se ríe mucho de lo que he cambiado estos años y se lo cuenta a sus hijos cuando vienen.
Nosotros cruzamos con una bandeja llena de nísperos en lo mejor de la cosecha de nuestro árbol. Y Carmen se lo pasa bomba vacilándome cuando un repartidor deja una de mis zapatillas nuevas en su casa. Se hace la olvidadiza diciendo no tiene nada para mí, pero que a ver cuando le regalo un par, que me llegan muchos.
Carmen vive sola, suma casi un siglo y está casi ciega. Dice que de salud va bien, que no le duele nada y que se maneja bien por su casita de una planta con dos patios. Lo único de lo que se queja es de los ojos, que le fallan y entorpecen sus rutinas. Nos reconoce a todos por la voz y las pintas y se ríe fácil.
Hace unos días se la llevaron en ambulancia de noche y a ella no la vimos, pero su nieta tenía el susto clavado en la cara. La casa estuvo cerrada la semana entera hasta que aparcó un coche en la puerta y su hija nos contó que habían tenido que traerla de vuelta, que del hospital ya había salido y odiaba estar encerrada en un piso.
Carmen ha vuelto a su casa porque ahí se apaña a solas mejor aunque ya casi no vea. Su hija nos dijo que aquí se siente más libre y yo respiré dos veces. Primero por volver a ver a Carmen y también por ver en su pecho un llamador de urgencias, Por si acaso. Que no va a pasar nada, pero mejor que lo lleve.
Ahora en primavera volverá a menudo su nieto con la novia a tomar cervezas junto a su verja. Carmen siempre le dice que a ver si sale a correr, como yo, que me he quedado estupendo. Que me oye cada madrugada en su puerta haga el tiempo que haga, que menuda fuerza de voluntad.
Fuerza de voluntad dice la señora Carmen. Fuerza de voluntad la suya, que va a cumplir un siglo y ha vuelto a casa, sola, a la calle que ve sin poder ya apenas mirar.
Un bar te lo inventas y no te sale
¿En qué otro sitio que no sea una barra puedes alternar bravas y percebes? Un bar tú lo intentas explicar a a un ejército extraterrestre y te toman por idiota. Y en cambio no hay nada como un buen bar. Una barra de raciones fácil y parroquianos jacarandosos.
Ese bar es el que te pilla cerca de casa, debajo de la oficina o el Alonso en Gabriel Lobo, que es un poco el bar de todos los que no tuvimos un solo barrio de jóvenes. El Alonso es un esquinazo, una barra con forma de codo, torreznos sólo los viernes y un gentío ruidoso que se apelotona como si nunca hubiera habido una pandemia.
El Alonso te obliga a hacer amigos porque acabas comiendo y bebiendo más cerca de lo que has estado nunca de casi toda tu familia e incluso alguna pareja poco cariñosa.
En el Alonso ellos saben tirar la caña perfecta y los que vamos sabemos derramarla mientras comemos croquetas de huevo frito, boquerones, siempre un poco pasados de sal, y esa ensaladilla que lleva una manta de pomada (ya no sé si es mayonesa) encima que yo rebaño con pan porque sólo se vive todos los días y siempre hay que buscar un sitio en el que ser feliz juntos.
Desde hace unas semanas (pocas... cómo he podido tardar tanto), espero con ansia cada jueves para abrir el buzón y leerte. Disfrutarte. Los jueves se están convirtiendo en mi mañana de Reyes. Gracias por llevarme de paseo y descubrirme un Madrid (un mundo) más grande, más sabroso y disfrutón.