Cada ciudad rompe el silencio a su manera. Ni tan siquiera todos los barrios de Madrid arrancan el ruido del día de la misma forma, ni a la misma hora. En algunas calles primero se oyen pasos, en otras lo que te saca de la paz nocturna es un motor tosiendo.
Entre Estrecho y Alvarado amanece pronto el jaleo y se mezclan la cadencia acelerada de las zapatillas y los tacones camino del metro con los quejidos que pegan los autobuses al frenar por Bravo Murillo.
Unos kilómetros más al norte, justo del otro lado de la Castellana se pueden llegar a oír pezuñas de perros por las aceras y ese zumbido siempre extraño que dejan los coches eléctricos a su paso.
Da la impresión de que el sol sale para todos igual, pero el despertador no te saca de la cama a la misma hora ni con la misma urgencia. Y lo único que cambia es la orilla por la que corro de la espina dorsal de la ciudad.
La lluvia, la lluvia también suena distinto. En la Dehesa apenas suena y es donde más moja. Los árboles amortiguan el aguacero que en cambio atrona en las avenidas más abiertas de la capital.
Yo mismo sueno distinto según avanza el reloj y el ruido que hago cuando me como el aire no es igual al subir hacia Plaza de Castilla que cuando clavo las zapatillas por Marqués de Viana cuesta abajo.
Y también es verdad que monto más bulla cuando llevo carbono (que suena paka paka paka a una cadencia alta y urgente) que cuando calzo una zapatilla convencional, más discreta y mucho menos chillona. Yo esto no lo sabía.
Cuando empecé a correr me aterraba escucharme respirar, me agobiaba ese ruido casi agónico buscando aire y así he pasado años sin saber cómo sueno. Hace un par de semanas decidí dejar los auriculares en casa y he descubierto una profundidad de la ciudad que me estaba perdiendo. También estoy aprendiendo mucho sobre mí, sobre el silencio y la paciencia.
Ahora corro mucho más solo y no tengo escapatoria (ni radio, ni música). Ahora paso casi una hora en silencio al galope. O no del todo. Ahora paso casi una hora diaria escuchándome a mí mismo. Y sé que ya no me aterra.
Esto debe de ser como quitar los ruedines de la bici, como dejar el flotador en la orilla, esto es acelerar sin miedo y aguantar la velocidad constante sin apoyarse en distracciones. No sé si volveré a ponerme los AirPods alguna madrugada, antes pensaba que los necesitaba. Ahora sé que da igual, que incluso me gusta cómo suenan las zancadas buenas y sé buscarlas de oído.
No me aterra el silencio porque respiro tranquilo, porque me acompaña Madrid mientras despierta y porque estoy bien conmigo mismo. Paso una hora en el fondo mi cabeza en calma porque sé por dónde se sale: lo primero que escucho son tus buenos días al abrir la cerradura de regreso a casa. Y luego desayunamos.
Un pincho y un café
Hay desayunos maravillosos que puedes tomar casi idénticos en el mundo entero. Con sus tortitas o su aguacate, con su latte. Y luego hay otros que tienen un ancla en el mapa y hay que mover el culo para disfrutarlos.
Ven, que tenemos que llegar a Donosti, y pasear hasta el Bar Antonio. Yo quiero un pincho de tortilla. Tú también. Y un café con leche. Te puedo contar eso de que cada tortilla que sale de la cocina del Antonio tiene 42 huevos y hablar de su tamaño imponente, pero esto da igual.
Lo que nos va a hacer volver hasta esta barra es ese sabor dulce que sólo se consigue con la paciencia del fuego y la cebolla. Aquí además hay pimiento con la patata y tampoco vamos a discutir los ingredientes. Esta tortilla de patatas es perfecta. Este desayuno es impecable y además es único.